En medio del chaparrón de críticas que ha caído sobre la presidenta Dina Boluarte, por el escándalo de sus relojes, joyas e ingresos excesivos, pocos, casi nadie, han notado los daños colaterales que sufre un personaje que es, a todas luces, un Víctima inocente e injusta: Gustavo Adrianzén. ¿Se puede objetar a un ser humano sólo por defender, incondicionalmente y con una dedicación inusual, a su jefe? ¿No nos quejamos de la falta de lealtad, de la ausencia de fidelidad, en este mundo veloz y violento en el que vivimos? ¿No es entonces Adrianzén, en estos tiempos aciagos, un ejemplo a seguir, un modelo de conducta a imitar?
A continuación se presentan dos momentos de la vida pública de este gran hombre:
OCTUBRE 2015
El Ministro de Justicia, Gustavo Adrianzén, llegó a Palacio de Gobierno lo más rápido que pudo. Bajó del vehículo oficial, dio unos pasos rápidos y urgentes y subió, casi subiendo las escaleras, mientras, con su mano derecha -siempre preocupada por su imagen- intentaba en vano evitar que el viento arruinara su peinado. .
Minutos después, sentado frente a la primera dama Nadine Heredia, entrecerró los ojos mostrando su característica mirada horizontal. Heredia, a pesar de su maquillaje, no pudo ocultar cómo su preocupación había deteriorado su rostro.
—Gustavo, ¿qué vamos a hacer con el Príncipe? «Ella», le ordenó, de repente, como si le hubiera arrojado un puñal.
El rostro de Adrianzén acusó recibo y tardó unos segundos en responder.
-¿Qué quieres decir? -Ella preguntó.
Fue, por supuesto, una pregunta retórica, tal vez para ahorrar tiempo y pensar detenidamente qué decir. Julia Príncipe, la abogada especializada en lavado de dinero, y dependiente del Ministerio de Justicia, había entregado las agendas de Heredia, que incluían el manejo de fondos no declarados del Partido Nacionalista.
-¿Que quiero decir? -Preguntó Nadine. Tienes que echarla del cargo. Eso es lo que quiero decir.
—Pero si hago eso, toda la oposición se va a venir contra nosotros.
-Te equivocas. Van a ir contra ti porque el que lo va a tirar eres tú, no yo.
Adrianzén no pudo evitar esbozar una sonrisa nerviosa.
—Entiendo que estés molesto con ella, pero si la sacamos, perdón, si la saco será evidente que será por venganza.
—Si quieres una excusa, invéntate alguna falta administrativa, no lo sé. Manejalo como quieras, pero déjalo ir. No puede ser que trabaje para el Ejecutivo y, al mismo tiempo, me esté investigando. Eso es traición.
—Bueno, tal vez traición sea una palabra demasiado. Después de todo, lo que ha hecho es de su competencia. Por supuesto, si consideramos que…
—¿Estoy de acuerdo o la estás defendiendo?
—No, no, primera dama, ¿cómo se le ocurre eso? Sólo que en estos asuntos es mejor no apresurarse. Hay que tener calma, moderación.
Heredia miró a Adrianzén con fastidio. Se sentía como si estuviera hablando con una pared. ¿Tendría que derribarla?
«A ver, Gustavo», dijo y luego, con tono autoritario, agregó: No te lo pregunto. Te lo encargo. El Príncipe se marcha.
El ministro respiró hondo. Reunió toda la dignidad que aún le quedaba y encaró a Heredia, sin miedo.
—Disculpe primera dama, pero no me parece bien la forma en que quiere obligarme a hacer algo. Les recuerdo que en última instancia es mi decisión.
-Está bien. O ella se va o tú te vas. ¿Qué decides?
-Déjala ir. Tremendo traidor.
MARZO 2024
El primer ministro Gustavo Adrianzén llegó a Palacio de Gobierno en las primeras horas de la mañana. Entró por la puerta de la calle Desamparados frotándose los ojos con las manos y ocultando un bostezo. Antes de entrar al despacho presidencial, se peinó y sacudió la cabeza, como si por fin despertara. La presidenta Dina Boluarte, molesta e incómoda, apenas movió la cabeza a modo de saludo.
—Gustavo, ¿puedes creer esto? Han entrado por la fuerza en mi casa. Esto no tiene nombre.
—Se llama redada.
—No, se llama abuso. Seguro, probablemente hagan esto porque soy mujer.
—No, señora Presidenta, lo hacen para los Rolex.
Boluarte le lanzó una mirada mortal al premier.
—¿De verdad cree que a cualquier otro presidente le hubiera pasado esto?
—A Castillo le pasó.
-¿A quien?
—A Pedro Castillo.
—Ah, no, Gustavo, eso no. No me vas a comparar con ese colorado, proterruco, amigo de Cerrón.
—Pero usted era el vicio de Castillo y el cajero de…
Adrianzén dejó su frase inconclusa al notar cómo, de repente, el rostro de Boluarte empeoraba. En cambio, sonrió y rápidamente escapó de ese callejón sin salida.
—Tenemos que concentrarnos en lo que está pasando.
El presidente asintió.
-Exacto. Tenemos que tomar la iniciativa. Tienes que hablar con la prensa a primera hora de la mañana. Tienes que hacerlo.
-¿OMS? ¿I?
-Por supuesto tú. Hay una razón por la que eres mi primer ministro.
—¿Y no puede ser otro ministro?
—No, Gustavo. Tienes que ser tú de todos modos.
—¿Y si se lo contamos a Otárola?
Boluarte movió la cabeza hacia los lados, mientras susurraba algunas palabras ininteligibles.
«Está bien, lo haré», se resignó Adrianzén. ¿Qué quieres que te diga?
-La verdad.
—De todos modos, ¿no quieres que te ayude?
—Gustavo, hay que decir la verdad. Que lo que han hecho es ilegal. Lo cual es inconstitucional. Usted ya sabe. La verdad.
El ojo derecho de Adrianzén se abre y se cierra repetidamente, como si le hubiera entrado un objeto extraño.
—Pero señora Presidenta. No ha sido ilegal ni inconstitucional.
-Eso no importa. Simplemente haz lo que te digo.
-Creo que…
—No, no pienses. Sólo escucha. También vamos a decir que queremos declarar ante la Fiscalía lo antes posible.
-¿Está seguro?
—Sí, mi hermano me ha dado la salida perfecta. Voy a decir que los relojes son prestados.
-¿Y eso es verdad?
-Ni siquiera te importa. Tienes que decir lo que yo te digo y listo.
El ministro respiró hondo y se armó de dignidad. Luego, miró fijamente a Boluarte, sin miedo.
—Disculpe señora Presidenta, pero no voy a convocar una rueda de prensa para contar un montón de falsedades.
—O haces lo que te digo o, tranquilo, me busco otro premier. ¿Qué estás diciendo?
—¿La conferencia va a ser aquí o en la PCM?
COLOFÓN
Como habrá podido comprobar el asombrado lector, para Adrianzén no existen límites a la hora de demostrar devoción a sus superiores. Ni en su aversión al desempleo. En cualquier caso, ¿quién puede culparlo? La calle es dura o, como decía el gran Sócrates: “via est durum”. ¿O fui el filósofo equivocado?
El texto es ficticio; Por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizás el autor. Sin embargo, si encuentras en él algún parecido con hechos reales, ¡qué vamos a hacer!